Durante los siglos XVII, XVIII y XIX, la fiebre amarilla ha sido un azote habitual en las ciudades americanas. A principios del siglo XX, en la ciudad de La Habana, Cuba, se produjo un importante descubrimiento que tuvo consecuencias directas para la medicina tropical, la salud pública y la virología. Allí, la comisión de la fiebre amarilla del ejército estadounidense, encabezada por Walter Reed, demostró que la fiebre amarilla era una enfermedad vírica transmitida por un mosquito específico, el Stegomyia fasciata, en realidad el Aedes aegypti L. La idea de que el vómito negro se contagiara por la picadura de un mosquito no era nueva. Ya había sido postulada, desde 1881, por Carlos Finlay, un médico cubano, que intentó probar experimentalmente su hipótesis en seres humanos, pero sin éxito real. La comisión del ejército estadounidense demostró rápidamente dos hechos esenciales ignorados por C. Finlay, que explican su fracaso. Para poder transmitir la fiebre amarilla, el Ae. aegypti tenía que picar a un paciente durante los tres primeros días de la enfermedad (viremia), y luego, era necesario un retraso de unos 12 días antes de que el mosquito estuviera listo para transmitir la enfermedad a un humano no inmune (el tiempo de replicación del virus dentro del insecto). Una vez establecido el papel del mosquito en la propagación de la fiebre amarilla, se dispuso de un medio eficaz para luchar contra la plaga, es decir, la exterminación del mosquito. Este concepto se aplicó rápidamente y condujo a la limpieza completa de Cuba (1901) y del istmo de Panamá (1907).
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